Orientación
PRM Fomentando principios, valores y hábitos
Por Alfonso Llano
El bien construye y el mal destruye. Quien obra el mal, tiene la impresión de que nada pasó; que salió airoso de la dificultad; de que obró el mal y el mundo sigue igual. Y no hay tal. El bien moral construye familia, forma hogar, educa a los hijos, realiza obras, crea prosperidad. El que roba, el que miente, el egoísta que antepone su bien personal y material, al bien común, hace daño a sí mismo y a los demás, y, si es gobernante, como Nerón, Herodes o Hitler, dejan tan solo un nombre en la lista negra de la historia.
El bien y el mal morales son obras, son hechos antagónicos. Querámoslo o no, así digamos lo contrario, el bien construye y el mal destruye la vida personal; más aún, en un orden más amplio y profundo de la realidad, afectan positiva o negativamente la vida familiar y social.
El bien y el mal califican acciones, no cosas. A una acción la llamamos buena moralmente cuando realiza un valor o una virtud. El niño que presta los patines o el computador a su hermanita, está haciendo una acción buena: esa acción beneficia no solo a la niña que goza montando en patines o haciendo la tarea en el computador, sino más aún al hermano, que hizo la buena acción, y al hogar entero, que va creciendo, a punta de buenas acciones, en unión, servicialidad y paz.
El radio de acción y de bien producido es tanto más amplio y profundo, cuanto más importante sea la posición de quien obra el bien y más generosa y desprendida su acción. Así es más importante y de mayores consecuencias la conducta de los padres de familia, los educadores, los gerentes y ejecutivos, senadores y gobernantes, que la individual.
Entremos un poco en el interior de la acción para entender mejor lo que queremos decir.
Obrar, en el ser humano, a diferencia del animal, presupone lucidez mental, libertad, deliberación, dimensión de sentido, valor moral, recta intención y tomar en serio las circunstancias materiales y morales de la acción. Tomar una decisión es el acto más difícil, responsable y trascendente que puede hacer el ser humano. Es tan difícil deliberar y tomar decisiones que con frecuencia preferimos abdicar de la libertad y convertirnos en humildes y dóciles cumplidores de la voluntad de los demás.
Cada acción libre, si es buena, acerca proporcionalmente al sujeto a su meta final; cada acción mala lo aleja de ella.
La conciencia humana es comparable a un piloto en la cabina de un avión. Allí es donde el piloto dirige la nave, teniendo en cuenta todos los comandos y aparatos que le ayudan a garantizar la seguridad del vuelo y la conducción de los pasajeros al destino final. Acción buena es aquella precisamente que dé seguridad y conduzca a la meta deseada; mala, al contrario, es la que ponga en peligro el vuelo al avión y a sus pasajeros o aparte del destino final. La aplicación al bien y al mal morales no puede ser más fácil de hacer.
Quien obra el mal, tiene la impresión de que nada pasó; que salió airoso de la dificultad; de que obró el mal y el mundo sigue igual. Y no hay tal.
Lo primero que pierde, quien obra el mal, ordinariamente, es la paz interior, la seguridad, la tranquilidad de conciencia, el sueño, la dignidad; así no se de cuenta y haga creer a los demás que se encuentra bien. El que roba, el que miente, el egoísta que antepone su bien personal y material, al bien común, hace daño a sí mismo y a los demás, y, si es gobernante, como Nerón, Herodes o Hitler, dejan tan solo un nombre en la lista negra de la historia.
Su familia pierde la fama, los hijos son señalados y burlados en la escuela, el hogar se convierte en un infierno, las noches en tortura, la vida en una muerte, sin horizonte.
El primer fruto de la obra buena lo percibe y gusta precisamente su autor: con esas obras buenas, va consiguiendo, día a día, personalidad, aprecio, respeto, tranquilidad de conciencia, buenas relaciones con Dios y con los demás. El bien moral construye familia, forma hogar, educa a los hijos, realiza obras, crea prosperidad.
No así el mal moral. Una familia en la cual el papá es un alcohólico, la esposa infiel, los hijos egoístas, ignorantes de Dios y de su ley, es todo menos un hogar; es un hotel, un supermercado, y, lo peor de todo, es un comienzo del infierno.
Abramos los ojos y convenzámonos de que el bien y el mal morales son algo más, mucho más que meras palabras, que fórmulas vacías, que expresiones culturales, algo así como la ropa de moda, que varía de país a país, y que se puede quitar o poner a discreción de la persona, sin consecuencias en su vida ni en la de los demás. No. Tomar decisiones, obrar, hacer el bien o el mal estructura o destruye la personalidad, crea o descompone el hogar, hace posible y agradable la vida social o la convierte en caos, en una lucha, en la antesala del infierno.
Creer, como escribió Nietzsche, que uno, la familia o la sociedad se pueden situar más allá del bien y del mal, es tan imposible como imaginar que una piedra no caiga, o que un globo no suba al firmamento.
El bien nos posibilita la eternidad feliz mientras el mal nos cava una tumba.
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